Javier Espada Valenzuela [1].- Cuando uno cierra los ojos para intentar recordar baladas un sinfín de imágenes, recuerdos y sonidos se vienen a la mente. Es que hablar de la música boliviana es transportarnos a leyendas, añoranzas, amor y desamor, romance, tristeza, alegría y otras emociones juntas.
Pero también describir nuestra cultura musical va ligado a lo que somos, de dónde venimos y adónde vamos. Carlos Medinacelli decía que: “En Bolivia (…) nuestra vida es netamente pasional. Obramos por impulsos bruscos, indiscriminados, irreflexivos, estimulados por una fuerza instintiva que no es la dirección de la voluntad consciente, sino el arrojo calenturiento de la fuerza de la sangre. Por eso, tanto en religión como en política, en arte como en comercio, seguimos obrando pasionalmente, sin reflexión ni análisis. Nos apasionamos lo mismo por un santo que por un caudillo (…) Vivimos una existencia pseudomórfica: las formas externas de nuestra vida son europeas, pero el contenido esencial con el que llenamos esas formas, es indígena. Ahí está el conflicto de nuestra vida como Nación”[2]
En pleno Siglo XXI, este texto de Medinacelli sigue tan vigente como antes, en especial porque la forma de hacer música en palabras de Carlos Rosso Orozco es una elaboración cultural cuya fuerza espiritual y simbólica se refleja fuertemente en la identidad de los pueblos[3].
Entonces, tuve que remontar a tiempos antiguos en busca de un hilo conductor que me guíe hacia nuestros días. En ello, he encontrado estudios arqueológicos sobre los Tiwanacotas que mencionan “artefactos sonoros” resguardados en museos en Bolivia. Casi todos son de viento y resulta pertinente lo que dijo en algún momento Adolfo Costa du Rels: “La música en Bolivia es el viento”. Acá encuentro la primera aproximación con la dimensión ambiental de la Responsabilidad Social; en nuestra música podemos hallar el sonido de la naturaleza, de las montañas y ríos… del viento. Y eso es demasiado familiar porque a través de nuestra historia algo que no hemos perdido, pese a toda la civilización y tecnología, es el contacto directo con la Pachamama, con la Madre Tierra. Refuerzo este tema con la frase de Jaime Mendoza[4]: “Yo creo que en la música andina palpita el alma no solo de la raza actual, de aymaras y quechuas de Bolivia, sino de una u otras que le antecedieron en el macizo andino. En ese tono se entrevé una lejanía incalculable. Su misma sencillez paréceme encerrar una estupenda profundidad. Más aún: No solo me representa como un grito humano, sino brotando de la tierra –de la Pachamama- cual un canto de las rocas cuajadas de metales”. Lamentablemente de este periodo no se cuentan con registros escritos, pero algo interesante es que en el periodo posterior de los Incas se tiene registro de todo un sistema musical incásico que trató de ser borrado de la faz de la tierra con la conquista española y la superposición de la cultura europea. Afortunadamente, a través de los kipus (sistema de escritura) se pudo preservar y anotar su música; sin embargo, la oralidad jugó también un rol fundamental para la “sostenibilidad de la historia musical”, pasando de boca en boca, de generación en generación.
En la época colonial la imposición de géneros, misional o barroca, tuvo un gran auge, de ahí que el mestizaje no solo es física sino que también es cultural y de tradiciones. Durante los siglos siguientes de independencia y emancipación, especialmente en el Siglo XIX de desorden y rebelión, la música se limitó a ser igualmente proporcional a este periodo de caos como expresión real de esta condición histórica.
En el Siglo XX poco a poco la música fue ocupando un rol fundamental en la recuperación y reivindicación de las raíces; de la idea de liberación que no solo es de cuerpo sino también de mente. En un artículo escrito por Galo Illatarco y Mario Rodriguez[5], se establece que hacia mediados de la década de los sesentas es cuando se dan los orígenes de propuestas musicales más identificadas con las luchas sociales de los sectores populares y la denuncia de las situaciones de injusticia. Se dice que esta fue la etapa de transición entre lo folclórico a lo social. Los años setentas se constituyen como la fuente fundamental para comprender las relaciones entre canción, música, luchas sociales y esperanzas de una vida más digna y justa, reforzando nuevamente un vínculo ineludible entre historia y arte. En este entonces, la relación de la música con los Derechos Humanos marca el inicio formal de su vínculo con la Responsabilidad Social.
La música de protesta se convierte en un reflejo del malestar ciudadano por el uso ilimitado de la fuerza física y la paulatina pérdida de las libertades individuales por el periodo de dictadura. Así pues, podemos encontrar grandes expositores como Alfredo Domínguez, Nilo Soruco, Ernesto Cavour, Los Jairas, Luis Rico entre otros. Benjo Cruz representaría un ícono del canto comprometido de esta época ya que no pierde los rasgos folklóricos de su música con la lucha social. Por otro lado, la recuperación por lo indígena va cobrando fuerza, géneros musicales como heavy metal, death, black, hardcore, punk brindaron un aporte fundamental a la dignidad y ruptura con lo dominante y la globalización hegemónica. En este aspecto la Responsabilidad Social también está vinculada, ya que promueve espacios y oportunidades para las minorías, especialmente las excluidas tradicionalmente. Ejemplos de bandas que buscan esta reivindicación son Llajtayjaparin con “Conflicto social”; Scoria con “Volveré y seré millones”; Supay con “Jallalla”; Atajo con “Que la DEA no me vea” o “Ay mamita”; Alcohólika con “Raza de bronce”; LxTx con “Kimsacharani”; Sabathan con “Kari Kari”. Algo similar ocurre con el movimiento de Hip Hop boliviano a partir del año 2000, tomando partido a través de las narraciones sobre los sectores populares y la renovación de la esperanza en las luchas del pueblo boliviano. Íconos de este movimiento son Marraketa Blindada, el Cholo, el Monolito Apsej o Wayna Rap, con numerosas letras en aymara o quechua.
Así llegamos al Siglo XXI donde, afortunadamente, resurge el respeto por la diversidad, por la tolerancia y la protección de los Derechos Humanos, lo que permite un equilibrio social y por tanto una música eclesiástica, indígena, europea, criolla y fusión entremezclándose y confluyendo en una sociedad mucho más avanzada y civilizada. Ante esto, no es novedad que ciertos problemas sociales que no fueron resueltos en el pasado también se profundicen, a lo que se suman los ambientales como consecuencia de malas decisiones y el cambio climático.
El nuevo siglo requiere cada vez más de justicia e inclusión social, los músicos actuales se han ido sumando a protestas y conciertos benéficos aprovechando su fama y prestigio para motivar a otros. Tenemos el “RockNoel” para ayudar a niños en situación de calle[6]; “Dar es Recibir” organizado por la Fundación Carla Ortíz para ayudar a damnificados de desastres naturales y que contó con grupos como Azul Azul, Octavia, Alto Voltaje; el “Music Fest: The Animal Love” para ayudar a los perros rescatados de las calles con la participación de bandas como Murde Machine, A Palazos y Piedras, Desorvital Eyes, Jericho Wolf Shamar y Vertebra; El coro “María Auxiliadora” que ofreció un concierto benéfico para colaborar a las niñas del Hogar Main, entre otros tantos admirables ejemplos. D-Glein publicó un video en una cadena local de televisión contra la Trata de Personas[7] y este último tiempo causó gran impacto un video musical que fue compartido a través de las redes sociales para reivindicar los Derechos de las Personas con Discapacidad, organizado en su conjunto por un colectivo ciudadano denominado “Yo soy tú Bolivia”[8].
En esta última faceta es que el activismo nuevamente ha cobrado las calles reclamando mayores derechos para los trabajadores, mayor tolerancia con los grupos LGTB, mayor inclusión social y laboral para Personas con Discapacidad e Indígenas, menos violencia hacia la mujer y los niños. En todos estos aspectos la Responsabilidad Social exige especial atención, tanto a los Gobiernos, como a las Empresas, Universidades y organizaciones en general promoviendo un mundo cada vez más justo e igualitario.
Cada etapa de nuestra historia ha exigido más y mejor participación e involucramiento ciudadano. El actual antagonismo es la indiferencia, pero en el caso boliviano –haciendo nuevamente alusión a la cita de Medinacelli- tenemos a la música como expresión de nuestra pasión por vivir, para seguir encontrando espacios en la historia para marcar la diferencia.
La pregunta es ¿Cuándo?
Hoy vivimos en una Bolivia con más libertad que antes, sin embargo, aún quedan los espectros incómodos de no haber terminado de cerrar brechas pendientes que se siguen acumulando para las futuras generaciones. Sin revisar y analizar el pasado en tiempos modernos, no podremos resolver algo que sigue ahí y que persiste en seguir. Requerimos acciones concretas y serias de lucha contra la pobreza, de mejora de las condiciones de salud y educación y de ser principalmente transparentes y éticos en nuestras vidas y organizaciones. Nuestra música es el reflejo de quienes somos.
Todos podemos ser como esos músicos que cambian el mundo con una nota.
¡Hay tanto por hacer!
“Me defino como un músico empeñado en hacer música para Bolivia ante la necesidad de encontrar una identidad y una función como músicos en nuestro propio contexto histórico.
Ante la necesidad de no emigrar.
Ante la necesidad de decir, de no callar, aunque fuera inventando un lenguaje” (Cergio Prudencio)[9]
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Citas:
[1] Javier Espada Valenzuela es escritor, investigador y promotor de la RSE en Bolivia desde 2008.
[2] Medinaceli, Carlos. 1938. Estudios críticos. Sucre: Edit. Charcas (Obra custodiada por el ABNB. Biblioteca El Dorado), Pág. 119-120.
[3] Rosso Orozco, Carlos. Panorama de la música en Bolivia. Una primera aproximación
[4] Mendoza, Jaime. 2002. “Jula–Julas: sobre el folclor musical boliviano”. En: Revista “Ciencia y Cultura” N°11. La Paz: Universidad Católica Boliviana, diciembre.
[5] Extraído del artículo: “De Música y canción se acompaña también la esperanza”. Gracias a Raúl Ybarnegaray
[6] Gracias al aporte de Diana María Azero
[7] Gracias al aporte de Daniel García Badani
[8] Gracias al aporte de Jenny Ybarnegaray
[9] Aharonián, Coriún. 2002. “La necesidad de decir, de no callar…”. Entrevista a Cergio Prudencio. Revista Ciencia y Cultura, N°11. La Paz: Universidad Católica Boliviana San Pablo. Originalmente publicado en el periódico “Presencia” en 1986. Mencionado en el libro: “Panorama de la música en Bolivia. Una primera aproximación”